Cuento publicado en antologia Letras del Viento

La roca

Miles, millones de granos de arena formaron la roca. La roca que tomó su mano para defenderse, esa tarde.
Tomó impulso y dirección. Sus ojos negros estaban fijos en el animal que gruñía frente suyo.
Su lanza, caída a unos pasos. No tenía manera de alcanzarla, pues cualquier movimiento hubiera sido notado por el puma y su segura perdición.
Deseó fervientemente que alguno de sus dioses lo convirtiera en grano de arena invisible a los ojos del enemigo. Fundirse con el resto y situarse en el centro de la piedra.
El frío que hasta entonces sentía se evaporó. Un calor intenso le recorría el cuerpo y grandes gotas de sudor mojaban su taparrabos hecho de piel de guanaco.
Nunca tuvo miedo, lo que ahora sentía era otra cosa. La cercanía de la muerte, su presencia, su olor, su risa.
La roca en su mano era su último respiro, lo único que aún lo ataba a la vida. Cordón umbilical hecho de arena y tiempo. La diferencia entre estar vivo y morir. Si no acertaba con la roca de pleno en la frente del animal, sabía que era su fin. Debía despedirse de los suyos. Y desfilaron en imágenes fugaces su mujer y sus hijos, los que seguían hambrientos, esperando su regreso cargando con la carne del guanaco.
El sol se despide en el horizonte, ya casi no queda luz, sólo un resplandor rojizo y bello.
Sin nada que perder –o todo- juntó sus últimas fuerzas y arrojó la roca. Un grito estremeció la tarde dorada y negra en el cañadón, y todo fue noche, entonces.

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